Los Ángeles de la Reina del Cielo
¡La Anuciación de María!... La Inmaculada Virgen era de sobrehumana belleza, aunque de infantil humildad. Ella miraba el suelo y no veía el resplandor que salía de ella, que era deslumbrador.
El arcángel que le trajo el saludo a María, hincóse delante, y al bajar el Espíritu Santo, se echó con el rostro al suelo. Después de la Encarnación, veo a María estar de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho: así veo a través de las manos de María en su pecho al Espíritu Santo flotando en forma de paloma.
María rezó entonces por primera vez el Magníficat, y los ángeles que habían acudido en gran cantidad, respondían.
Sobre María se veía al Eterno Padre. La Santísima Trinidad señaló a María como Hija, como Esposa y como Madre. Era un cantar sin fin en todo el Cielo.
Gabriel se hincó de rodillas y le dió desde ya el tributo y reconocimiento como Reina, en nombre de todos los ángeles. Gabriel estaba casi siempre con María. Era el elegido por la Divina Providencia y el destinado a ser el primer servidor y Ángel de la Inmaculada Reina. Éste privilegio se levanta sobre todos los coros de los ángeles y no se le puede hacer mayor tributo que agradecer a la Santísima Trinidad el haber elegido a Gabriel para anunciar a María el misterio de la Encarnación del Verbo.
Gabriel y otros Ángeles
Yo saludé a este fiel arcángel llena de contento y le pedí me presentara a mí, pobre pecadora, a la Madre del Verbo Eterno. Él me tomó de la mano y me llevó a María. Ella se volvió a mí llena de bondad y de amor; yo me hinqué a sus pies y dijo ella: ´´¿Cómo no te conoceré, o no te amaré, querida hija, si tú llevas las señales de mi querido Hijo?... Mira yo soy y seré siempre tu Madre...´´ Esto me conmovió profundamente, y empecé el Ave María. San Gabriel y mi arcangel decían: Gratia plena... y luego el arcángel de Servus Dei, que pertenece al coro de San Rafael, y el ángel Dominaciones de Deus dedit y de Adauctus, decían: Dominus Tecum.
Cuando llegaron al Benedicta Tu in muleribus, cantó todo el coro y yo también canté, y había en este canto una alegría sin fin, un contento y una felicidad que me hicieron pensar cuál sería la belleza de los coros angélicos.
Cuando estuve de nuevo sola, me encontré inundada de lágrimas y a pesar de todos mis esfuerzos, me era imposible ponerles fin. Entonces sonó el Angelus, y yo lo recé con todo afecto.
Del cuaderno espiritual que por orden de su confesor escribía diariamente la Sierva de Dios Magdalena de la Cruz, fallecida en 1919 en Munich.